Ayer fue el “Día Internacional de Conmemoración y Homenaje a las Víctimas del Terrorismo”. La Asamblea General de la ONU, en 2017, consagró el 21 de agosto de cada año como fecha destinada a honrar y apoyar a las víctimas del terrorismo y promover y proteger el goce pleno de sus derechos humanos y libertades fundamentales.

Hoy es el “Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas de Actos de Violencia Motivados por la Religión o las Creencias”. Esta fecha fue establecida por decreto de la ONU, con la finalidad de condenar toda forma de violencia contra las personas en razón de sus propias creencias o de sus posturas religiosas.

El martes se conmemorará el “Día Internacional para el recuerdo del comercio de esclavos y su abolición”. El 23 de agosto de 1791 se produjo en Santo Domingo (hoy Haití), que consagró la independencia de esa parte de la isla y fue el génesis para la abolición del comercio transatlántico de esclavos, aunque este demoraría todavía más de medio siglo en consagrarse. La trata de esclavos como comercio legal tuvo una duración de un poco más de 400 años, durante los cuales más de 15 millones de hombres, mujeres y niños fueron vendidos como si fuesen ganado, para someterles a los trabajos más duros y a condiciones de vida infrahumana.

Por cierto: daría la impresión de que el mundo no perdona ese acto de libertad: Haití es uno de los países más pobres del planeta. Y con atroz frecuencia, los terremotos la devastan. Como si la Tierra misma diera alaridos...

También pasado mañana es el “Día Europeo de Conmemoración de las Víctimas del Estalinismo y el Nazismo”. O Día del Listón Negro. El objetivo de la fecha es jamás olvidar lo terrible que puede llegar a ser todo régimen totalitario y rendir homenaje a las víctimas de dos de los regímenes más infames del siglo XX.

Precisamente, 23 de agosto de 1939, Alemania y la Unión Soviética firmaron un pacto de no agresión, que se conoce por los apellidos de los respectivos ministros de Asuntos Exteriores de cada Estado: Ribbentrop-Molotov. Una semana después, el 1 de septiembre, el III Reich invadía Polonia y detonaba la Segunda Guerra Mundial. Polonia, junto con otros territorios de Europa Central, sería repartido entre los firmantes del acuerdo.

En apenas cuatro días, el calendario de fechas internacionales recorre cuatro testimonios de las atrocidades que los seres humanos han perpetrado contra los seres humanos.

Estas efemérides globales actualizan un debate que ocupó (entre muchos otros) a los filósofos clásicos de la ciencia política. En definitiva, las personas, ¿son malas por naturaleza o, por el contrario, son naturalmente buenas?

Antropologías

Nicolás Maquiavelo (1469-1527) no tiene dudas sobre la oscura naturaleza humana. En el Capítulo XVII de “El Principe” (apartado que se titula “De la crueldad y de la clemencia, y si vale más ser amado que ser temido”), le dice el florentino a Lorenzo de Medicis: “Los hombres tienen menos consideración en ofender a uno que se haga amar que a uno que se haga temer; pues el amor se retiene por el vínculo de la gratitud, el cual, debido a la perversidad de los hombres, es roto en toda ocasión de propia utilidad; pero el temor se mantiene con un miedo al castigo que no abandona a los hombres nunca” (Editorial Sarpe, Madrid, 1983).

Thomas Hobbes (1588-1679) también es tributario del pesimismo antropológico.

En el “Leviatán” plantea que el hombre vivía en “Estado de Naturaleza” (el atavismo anterior a la vida en una sociedad, en un “Estado de Derecho”), donde “las nociones de bien y mal, justicia e injusticia, no tienen allí lugar. Donde no hay poder común, no hay ley. Donde no hay ley, no hay injusticia” se lee en el capítulo XIII: “De la condición natural del género humano, en lo que concierne a su felicidad y miseria”. Entonces, si bien no hay tal cosas como la maldad o la bondad en el “origen natural” de los seres humanos, Hobbes sí encuentra en las personas una inclinación a la guerra. Y esa propensión le es intrínseca. “Así, pues, encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del hombre. Primero, competición. Segundo, inseguridad. Tercero, gloria. El primero hace que los hombres invadan por ganancia; el segundo, por seguridad; el tercero, por reputación” (Editora Nacional, Madrid, 1980).

Frente a esta situación de “guerra permanente” (para decirlo en los términos de Inmanuel Kant -1724-1804- en “Sobre la paz perpetua”), el hombre tiende a vivir en sociedad y a organizarla bajo un Estado, pero no por una vocación virtuosa, sino lanzado a ello por el pavor que le provocan los riesgos que lo acecharían en el “Estado de Naturaleza”. En esa instancia precivilizada, movido por la agresividad y el egoísmo, “el hombre es lobo del hombre”.

Contra la concepción de Hobbes se levanta otro contractualista: Jean-Jacques Rousseau. En su “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”, el francés sostendrá que los hombres son naturalmente buenos. “Algunos se han precipitado a sacar la conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la autoridad para dulcificarlo, siendo que nada hay tan dulce como él en su estado primitivo; cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia de la estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil, y limitado igualmente por el instinto y por la razón a defenderse del mal que le amenaza, la piedad natural le impide -sin ser impelido a ello por nada- hacer daño a nadie, ni aun después de haberlo él recibido. Porque, según el axioma del sabio (John) Locke, no puede existir agravio donde no hay propiedad” (Editorial Prometeo, Buenos Aires, 2010).

Precisamente, según Rousseau, la apetencia por poseer no es natural en el hombre, sino que le es dada por el hecho de vivir en sociedad, junto con individuos que se apropian de bienes. “El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir ‘esto es mío’, y halló gentes bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil”.

Claro está, tal vez los seres humanos no sean buenos ni malos por naturaleza. Tal vez la historia se empecina en mostrar y demostrar que somos nuestros propios demonios, que nos cultivamos a nosotros mismos en la crueldad, que la transmitimos de generación en generación, que la regamos y le damos todos los cuidados. En la tramitación del mal como el resultado de que “se nos hizo así” se olvida que la dimensión de (por así decirlo) su autogestión.

Abominaciones

“Los hombres normales no saben que todo es posible”, aseveró el escritor David Rousset, miembro de la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Lo citó la filósofa Hannah Arendt en “Orígenes del totalitarismo”, precisamente porque el totalitarismo -desde su mismísimo nombre- sí sabe que todo es posible. Es más, tiene depositada toda su espantosa fe en ello. Todo el siglo XX -y allí radica su legado de oprobio para la posteridad- fue una larga demostración de que el hombre era perfectamente capaz de hacer cualquier cosa con el hombre. El nazismo, y los horrores perpetrados durante el Holocausto, configuran por ello mismo el mal más absoluto.

La película “La vida es bella” (1997), de Roberto Benigni, captura la lucha de un padre para que su hijo no se entera que los hombres son capaces de todo. Guido, un librero llevado a un campo de concentración junto con su pequeño Giosuè por el solo hecho de profesar la fe judía, le dice al niño que en realidad han entrado a un concurso por un tanque de guerra. Pero un día, Giosuè confronta a su padre y le dice que ese no es ningún juego, que las personas que ya no están no han abandonado la partida sino que los han asesinado. Y que con sus restos han hecho cosas abominables. Y entonces Guido, desesperado, le ruega a su niño que no crea tal cosa. Le dice que le hicieron una broma. ¿Cómo van a hacer botones y jabón con los seres humanos? ¿Cómo van a cocinarlos en hornos como si fueran leña? Y comienza a darle una serie de explicaciones absurdas que, en realidad, son una súplica: que Giosuè no crea, nunca, que todo es posible.

Sin embargo, desde ayer y hasta pasado mañana, el calendario de días internacionales recuerda que los seres humanos esclavizan a otros seres humanos, que los asesinan por razones políticas, que los masacran por razones de fe y que los convierten en el blanco de atentados demenciales por razones políticas y religiosas. O, simplemente, que hay hombres que, en el poder, deciden que sus congéneres no importan. Porque, como diría Arendt, totalitarismo es todo gobierno en el que los hombres son superfluos.

Lo que también exhiben estas 96 horas de conmemoraciones del oprobio es que la humanidad, en todo momento, puso todo su conocimiento al servicio del sometimiento y la aniquilación del otro. Junto con las revoluciones industriales se dieron las dos grandes guerras mundiales, donde las matanzas, justamente, se daban en escalas industriales. El conocimiento también fue puesto al servicio de perfeccionar la violación de los derechos humanos. Europa lo vivió particularmente durante la primera mitad de la centuria. América, en especial, durante la segunda. Bien lo sabemos y mal lo sufrimos los argentinos con la última dictadura militar. A Asia y a África, prácticamente, no les dieron descanso.

No se trata, entonces, de que ese horror dado en llamar “todo es posible” sea ajeno a la naturaleza humana. La cuestión radica en que cuando esa abominación se comprueba, el hombre necesariamente ha vuelto ya al estado de naturaleza. Es decir, la humanidad, tal como la concebimos, demanda existencialmente que haya cosas que no puedan hacerse.

Precisamente, hubo miles que lo arriesgaron todo para evitar la consagración de un mundo infernal donde cualquier cosa estuviera permitida. Y hubo miles que perdieron todo en esa resistencia. En teoría moral, un héroe es aquel que concreta un acto bueno, aunque nadie hubiese podido reprocharle algo si no lo hacía. Por eso mismo, los días del horror son historia. Aunque esos héroes no tengan sus merecidos días.